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TIEMPO HABITUAL ON LINE


HOMBRES COMO PEÑA GOMEZ NO MUEREN
Por JUAN T H

“Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
La resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma…Yo no sé!”
César Vallejo.

Allí estaba el líder, tendido en su cama, irremediablemente muerto.

Cuando subí a su habitación y lo vi., con un pantalón gris, camisa clara y corbata, con un pañuelo blanco amarrado de la barbilla al cráneo, como dormido, sentí que todo mi cuerpo se estremecía misteriosamente.

Sus hijas lloraba n desconsoladamente…La más joven lo tomaba de las manos como si fuera un niño triste, un niño muerto. Lo llamaba con frases tiernas; entre sollozos le clamaba que no se fuera, que no la dejara sola en el mundo. Le rogaba a la muerte que no se llevara a su padre así, sin despedirse, sin un adiós, sin un beso.

Se preguntaba qué sería de ella, que sería con tanto vacío en su corazón…
Doña Peggy, la mujer que lo acompañó en el amor y en el dolor, tenía los ojos cansados, el rostro maltratado por las lágrimas que rodaban sin cesar de sus mejillas como cataratas en el desierto del dolor.

Me quedé petrificado mirando a Peña muerto, tendido sobre aquella cama, aun con los zapatos puestos. Se veía descansado. Descansaba en los brazos de la muerte. ¡Por fin descansaba!

Jamás pensé que lo vería muerto tan temprano, jamás pensé que lo vería así, tan angelical, sin su voz de trueno, sin fuerza de huracán. Extrañé en ese momento su sonrisa, dulce y honda, sencilla y tierna. Aquel pañuelo blanco le cerró para siempre la risa…Era el pañuelo blanco de la muerte.

Mientras lo miraba pensaba que allí tendido descansaba para siempre un gigante, un hombre de dimensiones extraordinarias; tendido sobre esa cama que inútilmente lo sostenía estaba un hombre paradigmático, un ser de excepción, allí estaba el líder de los descamisados, ahí estaba muerta su esperanza, ahí estaba un dominicano que amó más a su país que aquellos miserables malditos que le negaban su nacionalidad.

Pasaron apenas segundos, dos minutos, tal vez. En realidad no sé cuanto tiempo estuve petrificado, como una piedra, mirando su cuerpo, pero cuando reaccioné me pareció una eternidad. Cuando me di vuelta tropecé con Henry Mejía que me invitó a pasar a otra habitación donde estaban “los muchachos” José Frank y Tony que también lloraban, solos, como huyéndoles al dolor de los demás para que no fuera más grande su dolor.

La casa de Cambita se llenaba rápidamente de amigos y compañeros. De pronto la gente no cabía en la casa ni en sus alrededores. Parecía un hormiguero humano. Todos lloraban, hombres y mujeres.
El drama era indescriptible. Un anciano caminaba de un lugar a otro, gritando como un loco, palabras que el viento de la noche repetía como un eco para golpear las conciencias de todos. Se preguntaba aquel hombre sin nombre, “¿por qué se mueren los buenos? ¡Tantos hijos de puta vivos y este hombre que era un santo, se muere! ¿Por qué? Una y otra vez: “¿Por qué? Y ese ¿por qué? emanado del pueblo se quedaba flotando en la nada golpeándonos a todos en las entrañas.

La casa se llenó de personas. No había espacio más que para el dolor.
Había que bajar el cadáver del gigante. “¡Qué salgan todos!” Gritaba Marino Mendoza, mientras Fafa Taveras, Roberto Santana y Milagros Ortiz Bosch, que era un mar de lágrimas, escoltado por su hijo Juan, hacían esfuerzos inútiles por desalojar el área.

La noche se convirtió en madrugada. El cielo se ocultó. Las estrellas dejaron de brillar. Y la luna parece haberse mudado al corazón de Peña para alumbrarle para siempre el alma.

Bajaron el cuerpo con cuidado extremo. Lo colocaron en una ambulancia y se lo llevaron en medio del dolor de la tierra que lo había visto nacer, y morir.
Aquella muerte previsible, pero innecesaria, me pareció un absurdo, un disparate.
Aquella muerte tan esperada por sus enemigos y hasta por algunos “compañeros”, me pareció la última jugada política de Peña. Mientras bajaban el cuerpo pensaba que se trataba de un truco, de un acto de magia. Incluso pensé que Peña decidió morirse días antes de las elecciones para darle un triunfo arrollador a su partido, al que le entregó sus fuerzas, sus orientaciones, y su vida. Y que después de todo eso aparecería entre la multitud diciendo: “Llegó el moreno, y llegó parao”.

Me marché de la casa dejándola sola, terriblemente sola, sin vida, sin Peña. Me acompañó la sombra del dolor. Y esa noche, en mi casa, escribí estos versos.
Dicen que se lo llevó la muerte.

¿Será cierto?
Dicen que lo mató el corazón.
¿Será verdad?
Dicen que lo mató el cáncer.
¡No es verdad!
¿No lo habrá matado el odio?
¿No lo habrá aniquilado la infamia?
Tenía Peña un corazón muy grande,
tan grande que no le cabía en el pecho,
un corazón que desbordaba toda su enorme geografía,
un corazón del tamaño del mundo,
un corazón de humanidad que sangraba y se desangraba
por su pueblo,
un corazón agradecido, incapaz de matarlo.
No. El corazón no lo mató.
¿Qué lo mató el cáncer?
No. El cáncer no pudo con su voluntad de hierro, con su firmeza de acero,
con su amor por la vida.
Lo mató la infamia.
¿Qué harán ahora sus enemigos?
¿Qué harán ahora los que no le dieron tregua,
los que no le permitieron un solo minuto de paz?
¿Qué harán ahora? ¿Qué harán ahora esos miserables?

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