Los 500 locos de Antonio Zaglul
Por
Pedro Conde Sturla El CaribeEn los 42 capítulos de “Mis 500 locos”, lúgubremente subtitulado “Memorias del director de un manicomio”, Zaglul describe su lucha por dignificar la condición de los pacientes del manicomio de Nigua, situado para colmo de males en las inmediaciones del leprocomio de Nigua, hasta su posterior traslado al kilómetro 28 de la autopista Duarte, junto al hospital de tuberculosos.
La gran influencia que ejerció este libro en los años sesenta y setenta se explica por varias razones.
Zaglul, en primer lugar, logró promover, fomentar como fenómeno de masa el interés de los profanos por la siquiatría, y capturar de paso como discípulos a otros que hoy son profesionales de prestigio en el área.
Zaglul descorrió, ante los ojos atónitos de una generación, las compuertas del submundo de la locura y el espectáculo nos sacudió provocando reacciones encontradas.
Pero nadie fue indiferente a ese libro que reviste además notable valor documental y literario.
De ahí su importancia.
Zaglul, en primer lugar, logró promover, fomentar como fenómeno de masa el interés de los profanos por la siquiatría, y capturar de paso como discípulos a otros que hoy son profesionales de prestigio en el área.
Zaglul descorrió, ante los ojos atónitos de una generación, las compuertas del submundo de la locura y el espectáculo nos sacudió provocando reacciones encontradas.
Pero nadie fue indiferente a ese libro que reviste además notable valor documental y literario.
De ahí su importancia.
Andrés L. Mateo, en su artículo “Mis 500 locos como novela”, reseña la obra con inapreciable lucidez: “El libro comienza con la llegada del Director, quien como Dante en EI infierno, se dispone a descender al centro mismo del suplicio más temido por el hombre y la mujer.
El pequeño capítulo de ‘La llegada’ es, sin embargo, antológico.
Luego de una descripción que por momentos se detiene en los detalles, el ‘menordomo’ le entrega al flamante director el informe más preciado del hospital:
‘-Señor Director- le dice- aquí está el censo de la mañana de hoy: Reporta 500 locos.’
De esas quinientas vidas el autor nos relatará vicisitudes que tipifican sus martirologios personales, escogiendo algunas de ellas; pero la idealidad de un mundo atravesado por la locura será solo un pretexto para juzgar a la sociedad en su conjunto.
En realidad, desde el principio, son los ‘cuerdos’ los que preocupan al personaje director:
‘Desde los primeros momentos de mi llegada -dice en el segundo capítulo- comprendí que mi gran problema no iba a ser mis quinientos locos, sino mis veinte loqueros’.
¿No era acaso el país millones de locos maniatados por un loquero, o un loco oprimiendo a millones de cuerdos?
Ninguna de las numerosas historias que se entrecruzan en esta novela tendría sentido, si no se las arroja contra el telón de fondo de la historia inmediata.
Los enfermeros con sus macanas son la expresión de la mano férrea que gobernaba el país.
La trementina, el clerén y el bongó, más que esa expresión sintética de la personalidad atormentada de Julito González Herrera, era la apertura siniestra al totalitarismo que el mismo intelectual enloquecido había ayudado a construir.
La aventura de los mellizos que se encuentran es el habla en imágenes de exilio del espíritu que el poder absoluto propicia. Y así las narraciones del venezolano, la de Pablito Mirabal, del loco que apostó al suicidio, la del día que los locos callaron, etcétera.
Todo lo que se acopia en este texto de manera dispersa se unifica en el sentido de una historia ficcional, que tiene como hipermetáfora a Trujillo (súper yo que flota como causal en todas las historias), y se hace novela”.
En “Mis 500 locos” hay capítulos trágicos y tragicómicos, contrapunteados por otros definitivamente hilarantes.
La narración, pues, es a ratos sombría, a ratos académica y a ratos humorística, y se sostiene siempre en un marcado sentimiento de simpatía, en la compasión que inspira al autor el destino trágico de esos seres desprovistos de juicio y de fortuna en medio de la tiranía de Trujillo.
Zaglul se empleó a fondo, sin duda, dejando en su testimonio vital, en sus relatos y retratos jirones de humanidad.
El muestrario incluye joyas narrativas como la que se ofrece a continuación y otras que reservo para una próxima entrega.
El pequeño capítulo de ‘La llegada’ es, sin embargo, antológico.
Luego de una descripción que por momentos se detiene en los detalles, el ‘menordomo’ le entrega al flamante director el informe más preciado del hospital:
‘-Señor Director- le dice- aquí está el censo de la mañana de hoy: Reporta 500 locos.’
De esas quinientas vidas el autor nos relatará vicisitudes que tipifican sus martirologios personales, escogiendo algunas de ellas; pero la idealidad de un mundo atravesado por la locura será solo un pretexto para juzgar a la sociedad en su conjunto.
En realidad, desde el principio, son los ‘cuerdos’ los que preocupan al personaje director:
‘Desde los primeros momentos de mi llegada -dice en el segundo capítulo- comprendí que mi gran problema no iba a ser mis quinientos locos, sino mis veinte loqueros’.
¿No era acaso el país millones de locos maniatados por un loquero, o un loco oprimiendo a millones de cuerdos?
Ninguna de las numerosas historias que se entrecruzan en esta novela tendría sentido, si no se las arroja contra el telón de fondo de la historia inmediata.
Los enfermeros con sus macanas son la expresión de la mano férrea que gobernaba el país.
La trementina, el clerén y el bongó, más que esa expresión sintética de la personalidad atormentada de Julito González Herrera, era la apertura siniestra al totalitarismo que el mismo intelectual enloquecido había ayudado a construir.
La aventura de los mellizos que se encuentran es el habla en imágenes de exilio del espíritu que el poder absoluto propicia. Y así las narraciones del venezolano, la de Pablito Mirabal, del loco que apostó al suicidio, la del día que los locos callaron, etcétera.
Todo lo que se acopia en este texto de manera dispersa se unifica en el sentido de una historia ficcional, que tiene como hipermetáfora a Trujillo (súper yo que flota como causal en todas las historias), y se hace novela”.
En “Mis 500 locos” hay capítulos trágicos y tragicómicos, contrapunteados por otros definitivamente hilarantes.
La narración, pues, es a ratos sombría, a ratos académica y a ratos humorística, y se sostiene siempre en un marcado sentimiento de simpatía, en la compasión que inspira al autor el destino trágico de esos seres desprovistos de juicio y de fortuna en medio de la tiranía de Trujillo.
Zaglul se empleó a fondo, sin duda, dejando en su testimonio vital, en sus relatos y retratos jirones de humanidad.
El muestrario incluye joyas narrativas como la que se ofrece a continuación y otras que reservo para una próxima entrega.
EL DÍA QUE TODOS LOS LOCOS CALLARON. Un día, al llegar al Sanatorio, encontré al Padre Wheaton esperándome desde hacía largo rato. Pensé que sería para indagar que nos hacía falta, pero era por otra cosa. Una masa coral de una Universidad norteamericana, vendría al país a dar conciertos.
EI Padre era el encargado de hacer el itinerario, y había incluido el Manicomio.
Traté de persuadirlo, le expliqué que talvez a los enfermos no les gustaría la música sacra, ya que eran pacientes en su mayoría de origen campesino y clase por debajo de la media, sin preparación cultural, que ni siquiera aceptarían la música popular norteamericana.
En fin, luché durante media hora por convencerlo, con el propósito de no ofrecer el concierto, pero no pude disuadirlo. El concierto se daría en el Manicomio, bajo protesta de la Dirección, pero se daría.
Me pasé varias noches sin dormir, esperando el dichoso día.
¿Cómo reaccionarían los locos con esa música? Pensé encerrar a los revoltosos, a los logorreicos, a los autistas. Cuando terminé la selección, sólo quedaban menos de veinte, y el personal.
Con un coraje contagiado del Padre Wheaton, le informé al Mayordomo que todos los enfermos asistirían al acto del día siguiente. Éste me miró con cara de sorpresa, y antes de que comenzara a protestar, le reafirmé:
- Y también saca a ALC.
Esa mañana llegué muy temprano al establecimiento. A algunos enfermos que tenían ropas, se les entregó para que la usaran en lugar del "mono" que era el uniforme.
Pacientes a quienes desde hacía varios años había visto con traje manicomial, se veían ridículos con su ropa de calle, y ellos también se sentían mortificados, y me lo manifestaron.
Dirigí, como si fuera un General, una batalla. El personal se entremezcló con los enfermos; grupos sentados en el suelo, otros en bancos y un tercer grupo de pies.
ALC también estaba allí, con cara sorprendida, y con su camisa de fuerzas, sentado en una silla especial. Bienvenido, la maestra, la maeña, todos estaban esperando el momento especial.
La orden era terminante: el primero que tratase de interrumpir, sería expulsado inmediatamente.
Ya comenzaban a sudarme las manos y a sentir ansiedad, cuando llegaron los músicos con el Padre Wheaton a la cabeza.
Comenzó el concierto. Durante dos horas que parecieron minutos, voces armoniosas y bien acopladas hicieron callar a mis quinientos locos.
Fue un espectáculo impresionante. Un silencio sepulcral reinaba en el ambiente, y los enfermos parecían animados por una misma corriente de elevación espiritual.
Durante mucho tiempo después, mis locos me preguntaban:
-Doctor, ¿cuándo volverán los rubitos que cantan?
EI Padre era el encargado de hacer el itinerario, y había incluido el Manicomio.
Traté de persuadirlo, le expliqué que talvez a los enfermos no les gustaría la música sacra, ya que eran pacientes en su mayoría de origen campesino y clase por debajo de la media, sin preparación cultural, que ni siquiera aceptarían la música popular norteamericana.
En fin, luché durante media hora por convencerlo, con el propósito de no ofrecer el concierto, pero no pude disuadirlo. El concierto se daría en el Manicomio, bajo protesta de la Dirección, pero se daría.
Me pasé varias noches sin dormir, esperando el dichoso día.
¿Cómo reaccionarían los locos con esa música? Pensé encerrar a los revoltosos, a los logorreicos, a los autistas. Cuando terminé la selección, sólo quedaban menos de veinte, y el personal.
Con un coraje contagiado del Padre Wheaton, le informé al Mayordomo que todos los enfermos asistirían al acto del día siguiente. Éste me miró con cara de sorpresa, y antes de que comenzara a protestar, le reafirmé:
- Y también saca a ALC.
Esa mañana llegué muy temprano al establecimiento. A algunos enfermos que tenían ropas, se les entregó para que la usaran en lugar del "mono" que era el uniforme.
Pacientes a quienes desde hacía varios años había visto con traje manicomial, se veían ridículos con su ropa de calle, y ellos también se sentían mortificados, y me lo manifestaron.
Dirigí, como si fuera un General, una batalla. El personal se entremezcló con los enfermos; grupos sentados en el suelo, otros en bancos y un tercer grupo de pies.
ALC también estaba allí, con cara sorprendida, y con su camisa de fuerzas, sentado en una silla especial. Bienvenido, la maestra, la maeña, todos estaban esperando el momento especial.
La orden era terminante: el primero que tratase de interrumpir, sería expulsado inmediatamente.
Ya comenzaban a sudarme las manos y a sentir ansiedad, cuando llegaron los músicos con el Padre Wheaton a la cabeza.
Comenzó el concierto. Durante dos horas que parecieron minutos, voces armoniosas y bien acopladas hicieron callar a mis quinientos locos.
Fue un espectáculo impresionante. Un silencio sepulcral reinaba en el ambiente, y los enfermos parecían animados por una misma corriente de elevación espiritual.
Durante mucho tiempo después, mis locos me preguntaban:
-Doctor, ¿cuándo volverán los rubitos que cantan?
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